Élder Jorge F. Zeballos
Del Quórum de los Setenta
La vida eterna es vivir con nuestro Padre y con nuestra familia para siempre jamás. ¿No debería ser esta promesa el mayor incentivo para hacer lo mejor que esté a nuestro alcance?
Cuando los doce discípulos fueron llamados en las Américas, el Señor Jesucristo les mandó diciendo: “Por tanto, quisiera que fueseis perfectos así como yo, o como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto”1. El Salvador recién había finalizado Su exitosa, abnegada y trascendental misión sobre la tierra. Esto le permitió declarar con toda autoridad que Él y Su Padre, nuestro Padre, son los modelos que debe seguir cada uno de nosotros.
En principio, y desde un punto de vista netamente humano, esto parece ser una tarea imposible de llevarse a cabo; sin embargo, comienza a aparecer como posible cuando comprendemos que, para alcanzarla, no estamos solos. Las más maravillosas y poderosas de las ayudas que un ser humano podría intentar obtener están siempre disponibles. En primer lugar, está la mano bondadosa y amorosa del Padre Eterno quien desea que regresemos a Su presencia para siempre. Como nuestro Padre, Él está siempre dispuesto y deseoso de perdonar nuestros errores, nuestras debilidades, los pecados que cometemos, perdón que está sujeto tan sólo a un arrepentimiento total y sincero. Y como complemento de ello, y como la máxima manifestación de Su inmenso amor por cada uno de Sus hijos, se nos provee de las consecuencias de la obra sin igual realizada por el Salvador, a saber: la Expiación, llevada a cabo por un obediente Hijo siempre dispuesto a hacer la voluntad del Padre en beneficio de cada uno de nosotros.
El Señor reveló al profeta José Smith lo siguiente: “Y si guardas mis mandamientos y perseveras hasta el fin, tendrás la vida eterna, que es el mayor de todos los dones de Dios”2. Esta promesa divina es posible de alcanzar. La vida eterna es vivir con nuestro Padre y con nuestra familia para siempre jamás3. ¿No debería ser esta promesa el mayor incentivo para hacer lo mejor que esté a nuestro alcance, para entregar nuestros mejores esfuerzos en pos de lo que se nos ha prometido?
En los albores de la Restauración, cuando esta obra maravillosa estaba a punto de aparecer entre los hijos de los hombres, el Señor dijo: “Por tanto, oh vosotros que os embarcáis en el servicio de Dios, mirad que le sirváis con todo vuestro corazón, alma, mente y fuerza, para que aparezcáis sin culpa ante Dios en el último día”4. Con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con toda nuestra mente y con toda nuestra fuerza, es decir, con todo nuestro ser.
El presidente David O. McKay dijo: “Las ricas recompensas sólo vienen a los luchadores tenaces”5. Estas recompensas serán de aquellos que cultivan la fe en Jesucristo y cumplen con Su voluntad para trabajar, sacrificar y entregar todo lo que han recibido para fortalecer y edificar el Reino de Dios.
El cumplimiento de la promesa divina de tener la vida eterna, de alcanzar la perfección y de ser felices para siempre en la unidad familiar está sujeto a la demostración sincera de nuestra fe en Jesucristo, obediencia a los mandamientos, perseverancia y diligencia a través de nuestra vida.
El Señor no espera que hagamos lo que no podemos lograr. El mandato de llegar a ser perfectos como Él es nos anima a alcanzar lo mejor de nosotros, a descubrir y desarrollar los talentos y atributos con que nos ha bendecido un amoroso Padre Eterno, quien nos invita a reconocer nuestro potencial como hijos de Dios. Él nos conoce y sabe de nuestras capacidades y de nuestras limitaciones; la invitación y el desafío de llegar a ser perfectos, de alcanzar la vida eterna es para toda la humanidad.
Inmediatamente después de enseñar que “no se exige que un hombre corra más aprisa de los que sus fuerzas le permiten”, el rey Benjamín indica que “conviene que sea diligente, para que así gane el galardón”6. Dios no nos exigirá más de lo mejor que podamos dar, porque no sería justo, pero tampoco aceptará menos que eso, porque tampoco sería justo. Por lo tanto, entreguemos siempre lo mejor que podamos en el servicio a Dios y a nuestros semejantes, sirvamos de la mejor manera posible a nuestras familias y en nuestros llamamientos en la Iglesia. Hagamos lo mejor que podamos, y cada día seamos un poco mejores.
La salvación y la vida eterna no serían posibles si no fuera por la Expiación llevada a cabo por nuestro Salvador, por lo que a Él le debemos todo. Pero para que estas bendiciones supremas se hagan efectivas en nuestras vidas, debemos primeramente hacer nuestra parte, “…pues sabemos que es por la gracia que nos salvamos, después de hacer cuanto podamos”7. Hagamos pues, con fe, con entusiasmo, con dedicación, con responsabilidad, con amor todo lo que esté a nuestro alcance y así estaremos haciendo todo lo que es posible para alcanzar lo imposible. Esto es, alcanzar lo que para la mente humana es imposible, pero que con la divina intervención de nuestro amoroso Padre y el sacrificio infinito llevado a cabo por nuestro Salvador llega a ser el más maravilloso de los galardones, la más grandiosa de las realidades: el vivir para siempre con Dios y con nuestras familias.
Ruego que cada uno de nosotros recuerde y renueve permanentemente, al participar dignamente de la Santa Cena, el compromiso que hizo con su Padre Celestial al momento de entrar en las aguas bautismales y al llevar a cabo cada una de las ordenanzas del Evangelio restaurado. Ruego que hagamos lo mejor que podamos en nuestros roles de esposos, padres, hijos, hermanos y hermanas, en nuestros llamamientos, en compartir el Evangelio, en ir a rescatar a los que están perdidos, en trabajar por la salvación de nuestros antepasados, en nuestros trabajos, en nuestra vida diaria.
Ruego que nuestras vidas nos permitan afirmar, al igual que el apóstol Pablo: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe”8.
Al hacerlo, estaremos cumpliendo con los requerimientos definidos por nuestro Padre Celestial para bendecirnos más que nunca antes, tanto en esta vida como en la eternidad. Él anhela darnos todo lo que Él tiene, aun hacernos partícipes de Su mayor don que es la vida eterna.
Aunque desde la perspectiva netamente humana la perfección puede parecer un desafío imposible de alcanzar, testifico que nuestro Padre y nuestro Salvador nos han hecho saber que sí es posible lograr lo imposible. Sí es posible alcanzar la vida eterna. Sí es posible ser felices ahora y para siempre.
El autor del plan perfecto que contiene estas gloriosas promesas es nuestro Padre Celestial y Él vive. Su Hijo, Jesucristo, tomó sobre sí las cargas de nuestros pecados y de las injusticias que se cometen en el mundo a fin de que fuéramos libres de sus consecuencias. Yo sé que nuestro Señor Jesucristo vive. El Evangelio y el sacerdocio han sido restaurados sobre la tierra por última vez a través del profeta José Smith. Hoy tenemos la enorme bendición de tener apóstoles y profetas llamados por Dios para guiarnos en el camino de regreso hacia nuestro Padre; el presidente Thomas S. Monson ha sido llamado para estar al frente de esta grandiosa obra en estos días. Él es un profeta de Dios. De ello testifico en el nombre de Jesucristo. Amén.
Notas
1. 3 Nefi 12:48.
2. D. y C. 14:7.
3. Véase la Guía para el estudio de las Escrituras, “Vida eterna”, scriptures.lds.org.
4. D. y C. 4:2.
5. Véase The Teachings of David O. McKay, comp. Mary Jane Woodger (2004), pág. 300.
6. Mosíah 4:27.
7. 2 Nefi 25:23.
8. 2 Timoteo 4:7.
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